Érase una vez un hombre y una mujer ya mayores que vivían con su hija Vassilisa. Un día la mujer cayó enferma le dio a su hija un muñeco, diciéndole que si alguna vez necesitaba ayuda le diera comida y le pidiera consejo.
Tras la muerte de su mujer el viejo se casó con una viuda que tenía dos hijas, y las tres se volvieron envidiosas de Vassilisa. Un día, mientras el anciano había ido al mercado y estaba haciéndose oscuro, la madrastra envió a Vassilisa a casa de Baba Yaga, una bruja vieja y siniestra, con la excusa de ir a pedirle una antorcha de abedul para iluminar su cabaña.
Baba Yaga vivía en las profundidades de un bosque tenebroso, Vassilisa se metió el muñeco en un bolsillo y salió. Al cabo de un tiempo llegó a una cabaña de madera sobre patas de gallina y rodeada de un vallado de huesos humanos coronados por calaveras. Los postes de la puerta eran piernas de muerto, su pestillo eran brazos de difuntos y la cerradura estaba hecha con la dentadura de una calavera.
En ese momento llegó volando Baba Yaga desde el bosque montada en su mortero que conducía con el macillo del mismo y cuyos rastros borraba con una escoba. Al explicarle Vassilisa el motivo de su visita, la bruja le dijo que para obtener una recompensa tenía de trabajar para ella. Inició entonces una serie de tareas imposibles, como separar el trigo de su cáscara, semillas de amapolas y otras de guisantes.
De todos modos con ayuda del muñeco y a lo largo de dos noches pudo cumplir los trabajos. Para entonces Vassilisa ya se había dado cuenta que la bruja no tenía intención alguna de dejarla marchar. De modo que mientras dormía Baba Yaga aprovechó y escapó de aquel lugar tenebroso, llevándose consigo una calavera de ojos ardientes.
En su huida por el bosque encontró a tres jinetes: uno blanco que representaba la luz del día; uno rojo, que representaba el sol saliente; y uno negro, que representaba la noche oscura. Los jinetes la guiaron en su camino. Cuando llegó a casa, su madrastra y hermanastras le arrebataron la calavera de las manos; pero sus ojos encendidos fijaron la mirada en ellas, así ardieron reduciéndose a cenizas.
Sólo Vassilisa salió ilesa. A la mañana siguiente, enterró la calavera bajo tierra a mucha profundidad y con el tiempo creció en el lugar un rosal con flores de color rojo oscuro. A partir de entonces Vassilisa vivió alegre y feliz con su padre, conservando siempre el muñeco que su madre le dio antes de morir, pues podría volver a necesitarlo.